El celibato sacerdotal
Enviado por efranco el Mié, 09/03/2011 - 15:12.
Autor:
P. Alberto Eronti Subo al avión, tomo el pasillo de la izquierda y comienzo a buscar mi butaca en la fila de dos. Cuando doy con mi lugar constato que sentada junto a la ventanilla hay una mujer de unos 45 años, me llama la atención su vestimenta, pienso “muy juvenil para una mujer de su edad”. Coloco mi maletín de mano en su lugar y me siento y comienzo a controlar billete de viaje, documentos, tarjeta de embarque…y escucho la pregunta de mi vecina: “¿Es Usted sacerdote?”. Casi respondo: “Obvio”, dado que mi traje clerical no dejaba lugar a dudas. Le digo: “Sí, señora, soy sacerdote católico”, y lanza la pregunta: “¿Por qué los sacerdotes no se casan?” y siguió con una serie de reflexiones personales sobre el tema, apenas haciendo pausas para respirar. Mientras tanto iba imaginando cómo responderle a esta señora tan preocupada de que los sacerdotes nos casáramos. En ese momento se aproxima la comisario de cabina y me pregunta si yo soy el Padre tal…, ante mi respuesta positiva me dice: “El comandante lo invita a pasar a primera clase”. La señora a mi lado hizo un “puff” y se puso a mirar por la ventanilla mientras yo, con el ánimo agradecido a Dios, seguí a la camarera…
Ya instalado y sabiendo que por delante tenía más de 12 horas de viaje, volví a meditar sobre el tema. Recordé que en el noviciado, cuando tratamos los llamados “Consejos Evangélicos”, al hablar del celibato el maestro de novicios argumentó partiendo de tres textos evangélicos. El primero, de Lucas, dice así: “Jesús les dijo: Venid conmigo, y os haré llegar a ser pescadores de hombres. Al instante, dejando las redes lo siguieron” (1.17-18). Recuerdo que me impresionó la expresión “al instante, dejando…” ¡El elegido, el llamado ha de seguir a Dios al instante!, y esto siempre, cada día y cada hora de la vida. Una tal realidad supone disponibilidad, esto es: libertad de ataduras.
El segundo texto completa el anterior: “Te seguiré adondequiera que vayas” (Lc.9,57). Es la respuesta natural de quien, elegido, a su vez elige. Nunca sentí que Jesús me imponía algo, ¡todo lo contrario!, Él me ofrecía una vida diferente y yo la aceptaba para seguirle en total disponibilidad. La disponibilidad, cosa que me era evidente, suponía libertad de ataduras. Jesús se me aparecía como “libre para todos” y yo quería vivir lo mismo fundado en su elección y en la mía.
Por fin, el maestro de novicios tomó el conocido texto de Mateo: “…hay eunucos que nacieron así del seno materno, hay eunucos que fueron hechos tales por los hombres, y hay eunucos que se hicieron tales a sí mismos por el Reino de los Cielos. Quien pueda entender, que entienda” (Mt.19,12) Yo creí tener en ese momento y siempre, la gracia de “entender”. No se me imponía el celibato, como tampoco el sacerdocio, lo que se me proponía y propone es un sacerdocio vivido en total disponibilidad. Para mí era y es claro que no se trata de dos realidades separadas, sino unidas en y por el “amor de disponibilidad”, porque a Jesucristo hay que seguirlo “al instante” y al hombre necesitado hay que servirlo también “al instante”.
Con los años estos argumentos no dejaron de ser luminosos para mí, aunque constataba que no lo eran de igual manera para otros sacerdotes. Personalmente no me he cerrado en ningún momento a que la Iglesia Católica Romana cambie su disposición sobre el tema, de hecho otras Iglesias cristianas aceptan unir sacerdocio y matrimonio. Escuchando argumentos de todo tipo a favor de la abolición de la norma, constataba que para mí la abolición de tal norma no despertaba interés personal, sí me ocupaba y preocupaba la situación conflictiva de algunos sacerdotes con los que tenía contacto.
Es así que un día me pregunté si los argumentos arriba señalados y otros, que no cito por razones de espacio, eran “los” argumentos decisivos en mi vida sacerdotal célibe. Poco a poco me di cuenta que si bien lo señalado tenía un enorme peso para mí, lo decisivo estaba en otra parte: mi identificación con Cristo en la Eucaristía.
Sí, percibía claramente que en cada celebración de la Eucaristía, llegado el momento de la Consagración del pan y del vino, mi opción por el celibato que Jesucristo me había ofrecido y seguía ofreciéndome, adquiría todo su sentido, toda su plenitud. ¡Lo vivía y vivo como un momento de veracidad para mí! Cada vez que repetía, asombrado y conmovido, las palabras del rito: “…esto es mi Cuerpo que será entregado por ustedes”, “…éste es el cáliz de mi Sangre,…que será derramada…”, se que el celibato, mi celibato por el Reino, es veraz. Mi cuerpo y mi sangre no me pertenecen, se los dí voluntariamente a Jesucristo y por Él y como Él a la Iglesia y a mis hermanos. No hay rechazo a la sexualidad, no hay menosprecio del cuerpo, ¡no!, lo que hay en mí por gracia -y esto me conmueve intensamente- es “amor disponible” para poder “seguir al instante”, “servir al instante”, sabiendo que, como bien escribe Joaquín Alliende Luco, “el amor es siempre ahora”.
No tengo la más mínima duda que la gracia sacerdotal que me fue impuesta por las manos del Obispo en mi ordenación, ha sido y es sostenida por la relación personal a María. El celibato sacerdotal no significa ausencia de “lo femenino” en la vida del sacerdote, sino presencia luminosa y serena de femineidad que irradia la Virgen, y también toda mujer “de buena voluntad”. Se que en el “sí” de María, están todos los “sí” de la Iglesia y por eso los míos; como también en sus “hágase” están mis “hágase”. María crea una atmósfera particular en el alma del sacerdote si éste la “recibe en su casa”, que no es sino su propio corazón. Se trata de una profunda y radical atmósfera de “pertenencia” a Jesucristo y a todo lo divino, única manera cierta de amar y servir a todo lo humano.
He querido escribir estas notas porque hay demasiadas “discusiones” y en cada una alguien quiere vencer. Pienso que no tiene sentido discutir para que gane esta o aquella postura, en realidad lo único realmente valioso es que la victoria sea de Jesús, para bien de la Iglesia y del hombre siempre necesitado del servicio del amor sin medida. Cada día, en cada Eucaristía, me es dada la gracia de renovar el sí a “mi cuerpo entregado y mi sangre derramada”. En ese momento se, con total certeza, que le pertenezco a Jesucristo con la gracia “del amor de disponibilidad”.
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